martes, 22 de julio de 2008
Se acerca el otoño, a mis ramas agotadas por el frío. Las hojas se pudren, crujen lamentándose ante su inevitable final y mis sedientas raíces buscan en las entrañas de la naturaleza la fuente de una juventud que ya nunca volverá.Raíces que se tuercen sobre sí mismas de dolor, raíces que han perdido la fuerza y la energía de antaño.
Hace ya mucho tiempo que llegué a este parque y, desde entonces, no me puedo quejar. Me han tratado bien los niños, que han jugado en las tardes de verano bajo mis frondosas ramas. Bajo la arena, aún permanecen canicas olvidadas pertenecientes a hombres que hoy se apoyan en un bastón para poder andar. O de mujeres que ya forman parte de la tierra que al final nos acoge a todos. He sido mudo expectador de noches de pasión de jóvenes desesperados por tocarse, por amarse, a la tenue luz de noches mágicas. Aún hay restos de vestiduras rasgadas por el desenfreno de unas manos inquietas,que serpentean bajo la ropa en busca de calor. He sentido el paso firme de padres refugiados en gabardinas, que se dirigían al trabajo. He notado la dulce lluvia acariciando las flores que adornaban mi copa. También he sufrido las heridas de palabras talladas en mi tronco, de fechas, de nombres. Hoy sé que voy a morir después de muchos años, de muchas sequías, de muchas inundaciones. Después de permanecer inalterable,altivo, inagotable. Disfruté mientras pude y hoy no me arrepiento de nada. Porque morir sabio,es morir feliz. Nunca pude moverme, nunca pude viajar ni ver mundo; pero aprendí lo que debía aprender. Acepté mi condición y me detuve a observar como los seres humanos no dan valor a las pequeñas grandes cosas que hacen más intensa la experiencia de vivir. No sé si morir es el final de una historia, el principio de otra o ambas cosas. Lo único que sé es que me detuve a vivir el presente y nunca esperé nada del futuro. Quizá por eso morir , es para mí,otra experiencia sin tragedia. Otra experiencia feliz.

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